El amor gratuito existe antes que el hombre, porque existe en Dios. Nuestro Dios es un Dios que se define como amor (I Jn 4, 8) y es un Dios de comunicación interpersonal en la Trinidad, que es sacramento de amor. Esta gratuidad del amor divino se hace evidente en la revelación progresiva de Dios en la Escritura, en la falta de indeferencia de Dios ante el pecado del hombre, en la Encarnación del Hijo de Dios que experimentó el dolor injusto y en la eucaristía, donde Dios se entrega a su comunidad para ser entrañado en su mismidad.
La clave del amor es la entrega: entrega libre de Dios a favor del hombre, realizada por el Hijo (Jn 10, 17); entrega del Verbo en la eternidad y entrega de la comunidad a la misión encomendada de transmitir el mensaje del Dios-Amor. La entrega, por tanto, expresa tanto la donación generadora del Padre al Hijo en la eternidad, como el amor redentor que se realiza en la cruz; esta entrega se expresa también en el ofrecimiento que el Padre y el Hijo hacen a nosotros del Espíritu Santo (Hb 9, 14).
Toda la Escritura es un testimonio de la libertad divina para dar gratuitamente su gracia a quienes Dios elige. Abrahán no fue preferido por los méritos que pudiera poseer, sino por la libertad de Dios (cf. Gn 12, 1-3). El pueblo de Israel no era quien para exigir de Dios su liberación del yugo opresor egipcio, pero Dios decide ayudarlo, porque conoce sus angustias (cf. Éx 3, 7) y lo hace a través de Moisés. David es ungido por Samuel como rey de Israel no por ser el primogénito de su familia, ni por ser alto y corpulento, sino porque Dios quiere hacerlo con su libertad y con su gratuidad (cf. I Sm 16, 6-13). Estas grandes intervenciones divinas son muy similares a las que recibieron algunas mujeres del Antiguo Testamento como Sara (Gn 17, 15-21; 18, 10-14), Raquel (Gn 30, 22), la madre de Sansón (Jue 13, 1-7) y Ana, la madre de Samuel (I Sm 1, 11-20). Todos estos pasajes bíblicos subrayan la libertad y la gratuidad de Dios.
La Encarnación del Hijo de Dios no está relacionada con el buen comportamiento de la humanidad sino que es fruto de la elección, libertad y gratuidad de Dios, que se quiere dar al género humano para salvarle de la opresión del pecado. Es Él el que se elige, se define y se decide a favor de su pueblo y para hacernos partícipes de su vida. Para eso ha enviado a su Hijo, como explica el propio Jesús en la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21, 33-46). En ella se describen las fatales consecuencias de la persistente oposición de algunos a los planes de Dios, concretadas en la hostilidad hacia el Hijo. La perícopa condena a los dirigentes religiosos de su tiempo, identifica a otro grupo que asumirá las funciones de aquellos, con el fin de garantizar el fruto de la viña, y anuncia el juicio contra aquellos que no perseveran en la fidelidad. Se trata de toda una comparación entre la actitud gratuita y paciente de Dios y la de los hombres.
En el Nuevo Testamento, Cristo aparece como la puerta que da acceso al hombre a la intimidad de Dios: en el Hijo, el Padre se derrama por completo. Pero esa puerta tiene dos goznes. Uno es el de gratuidad con la que el Padre hace entrega del Hijo al mundo y el otro el de la gratuidad con que el Hijo hace entrega de la propia vida para que sea pan del hombre. Por lo tanto, la salvación del hombre está asentada en el amor que se vive como entrega gratuita y en la gratitud que nace del hombre que se deja inspirar por el Amor.
Un pasaje donde se describe la inmensa gratuidad de Dios es el llamado “discurso comunitario” del capítulo 18 del evangelio de Mateo. Se llama así, porque los versículos centrales (vv. 19-20) describen la presencia de Cristo resucitado en la comunidad fraterna de los discípulos. Por tanto, el amor libre y gratuito de Dios, corazón de la revelación bíblica, es el fundamento sobre el que se asienta la comunidad cristiana, que debe ser expresión de ese amor en la historia. El camino de la cruz que Jesús ha descrito en los dos capítulos anteriores, es difícil de seguir ya que entraña una existencia diferente a la dominante en la sociedad del siglo I. Por eso, Jesús decide instruir a sus discípulos para que el apoyo mutuo marque sus relaciones: han de vivir como niños (18, 1-5), nadie ha de ser piedra de tropiezo para los otros (18, 6-9), deben cuidarse mutuamente (18, 10-14) y, llegado el caso, han de estar siempre abiertos a la reconciliación (18, 15-20). En definitiva, tienen que perdonarse repetidamente (18, 21-22), ya que sólo quien perdona obtiene el perdón de Dios (18, 23-25). Con estas prácticas, podrán seguirle hasta la cruz, culmen del amor gratuito. Por lo tanto, podemos decir, que el amor gratuito que Dios tiene a los hombres comporta unas exigencias que es preciso asumir.
Desde aquí, podemos definir la fe cristiana como apertura a las exigencias de la gratuidad y no sólo adhesión intelectual. Verdaderamente, todo aquel que ha captado la gratuidad de Dios, adquiere consigo mismo un compromiso que le lleva a hacerse cercano con los más necesitados de nuestro mundo. En definitiva, vivir la gratuidad de Dios se concreta en vivir para los demás. Es lo que ha plasmado claramente Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate del 29 de junio de 2009: “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente exigencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad” (CV 34). Más adelante ha afirmado que “La caridad en la verdad es el principio sobre el que gira la doctrina social dela Iglesia” (CV 6).
El mundo de los sentimientos es aquel donde construimos o destruimos el amor y, por tanto, es muy importante. Este mundo suele reflejarse en nuestros enfados, crispaciones, animadversiones, cuando nos sentimos superiores a los demás y no cortamos de raíz nuestras tentaciones de ignorar, marginar o discriminar a los que están a nuestro lado. Sin embargo, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; y el hombre ha olvidado su origen y se ha vuelto egoísta enclaustrándose en sí mismo. Cristo nos ha enseñado que Dios y el hombre son comunión y que el camino de acceso es el amor gratuito. Por tanto, es preciso vencer el egoísmo antes de vivenciar en uno mismo la gratuidad del amor divino.
La felicidad que Cristo nos ofrece es una experiencia interior que hay que vivir en la profundidad del alma creyente y que nos proyecta hacia una vida nueva. Dichosos aquellos a los que se ha concedido conocer esta intervención de Dios en Cristo y de poder tomar parte en ella. El mensaje de las bienaventuranzas es algo nuevo, inaudito e inesperado que trastoca los deseos terrenos del hombre. Se trata de una radical e inconcebible inversión de valores.
El cristiano no tiene otra alternativa que amar con todas sus fuerzas porque el amor que se entrega gratuitamente es la verdad de la vida humana y cristiana; la plenitud de la ley y la madurez del ser. La fuerte fatiga que parece inundar a la comunidad cristiana repercute seriamente en la capacidad de amar y de vivir el espíritu de las bienaventuranzas. A veces, hacemos oración pero la oración no nos hace a nosotros; buscamos la teoría pero nos olvidamos de la experiencia transformante; abundamos en el cumplimiento pero no cultivamos las convicciones y la sencillez.
El amor de gratuidad no está mediatizado por las condiciones sociales, culturales o económicas; ni está sopesado por la lógica humana o la razón convencional; es el que no busca contrapartidas, ni exige condiciones, ni busca fidelidad; no tiene miedo ni busca la seguridad o la satisfacción de la necesidad personal. Parece imposible un amor así pero lo que es imposible para el hombre es posible para Dios (Lc 18, 27). Lo que no podemos conseguir por nosotros mismos, hemos de pedirlo a Cristo, quien conoce de primera mano el amor incondicional.
Frente a los poderes del mal, del egoísmo y de la ambición, que pretenden esclavizarnos y encerrarnos en un círculo estéril que hace de nosotros objetos poseídos y no realizados, Cristo nos llama a ser personas libres, a hacernos nosotros mismos, buscando nuestra verdadera identidad. En definitiva, Cristo nos hace vivir en gratuidad y nos enseña la gratitud por hacer aprendido esa revolucionaria forma de amor.
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